Levantar la mirada de Isabel Prieto Checa

Un pueblo en tierra plana, no tanto así su gente. 

Acostumbrados a que les de el viento en la cara. Viento gélido de invierno que corta los labios. Que empuja las puertas y ventanas con su ruido inquieto a la hora de la siesta. Que ventila las cabezas. Cabezas cubiertas con pañuelos o boinas, como rebeldía. Que proteja las orejas, y también las ideas de paso, que si no se alborotan. 

En el pueblo no importa la política de fuera. Pero al pueblo vienen para llevarse los frutos de su tierra, que aquí consiguen con su trabajo agricultores y pastores. Al pueblo vienen ahora camiones a llevarse brazos de hombres.  

Camiones han venido siempre. Camiones de uno u otro color que se llevan a los más jóvenes, a recoger frutos de otras tierras, de zonas más ricas que pueden pagar lo que de otro modo no reciben. A por mujeres jóvenes, apenas niñas, para cuidar ancianos o niños en la ciudad. Niños de ciudad de familias pudientes, que serán abrazados por manos de niñas, que aún lloran añorando los abrazos de las madres propias. Que les cantan nanas que huelen a cebolla, a pueblos, a viento. A madrugar para ir a la tierra. En ciudades donde la tierra está escondida bajo el asfalto. 

Pueblos que sacan a sus santos si hay sequía, si hay mala cosecha o epidemias.  

Y es en este pueblo al que acuden nuevos camiones, esta vez verdes. Buscando brazos, como otras veces, sobre los que depositar un arma ahora.  

Aurelio es el alcalde y sabe que se habla de guerra. En el pueblo de al lado ha habido ajusticiamientos, así mismo, en directo, en la misma plaza. Lleva la boina fruncida, viene del campo de trabajar, ya ha visto dos camiones irse.  

Su madre Eulalia se peina un moño imposible desde joven, que resiste el día entero (quién sabe si también la noche, o si siquiera su marido la ha conocido con el moño deshecho). Es una mujer de misa diaria, de una fe grande e inquebrantable. Reza a diario por su hijo, que es bueno como la miel, pero no es de oraciones. El párroco del pueblo no critica a los comunistas. Ella se confiesa y le pide ayuda, ayuda para su hijo, que se ha colocado una pistola, metida en el trasero del pantalón, y que dice que, si hay que matar a alguien del pueblo ya se encargará él, y que no va a permitir que nadie más lo haga.  

El párroco le habla a Eulalia de sus propios miedos. En otras zonas matan a los sacerdotes, o queman iglesias. O a las familias más ricas.  

Aurelio pasea por las calles al volver del trabajo, habla con mujeres que van al campo a trabajar porque el marido se fue hace una semana con las tropas. Hay gente que pide venganza. Los más se lamentan, las abuelas lloran.  

Esa semana se organiza la salida del pueblo de las dos familias más ricas, escondidas en un carro lleno de paja. El párroco se queda, pero cambia de casa. Aurelio empuña su arma, sin desenfundarla, cada poco. 

– Habrá que organizarse los que quedamos para no echar a perder la cosecha. 

Más de cinco rosarios se reza Eulalia al día, a veces sola y a veces acompañada, que en épocas duras las letanías consuelan en grupo. Le pide a Dios, y a la Vírgen, y al santo patrón, y al coro de ángeles, y a San Antón si me apuras (que un poco animal si es a veces), que cuide de su hijo.

 * 

Es ahora un día de viento helado, que corta la cara, cuando llegan las tropas al pueblo. Van primero a ver al alcalde, a informarle que aquello ya no es zona roja. Que toca rendirse y el nuevo alcalde será de Franco. Aurelio se muerde el labio. Le confiscan el arma, hecho que, más que una agresión, extrañamente, le parece un alivio. Lo llevan con las manos atadas al ayuntamiento. Allí hay gente esperando. Gente del pueblo dispuestos a coger su labor. Personas que conoce desde pequeño, de jugar en el campo. Todo sucede muy rápido. Se establece el comité de gobierno, se hace un traspaso, y Aurelio entra en un cuartucho de trastos, encerrado bajo llave.  

Todo está hablado y preparado. Aurelio oye voces fuera, pero no llega a entender lo que dicen. Otros del pueblo están ya en el frente, algunos han muerto. No es hora de lamentarse.  

Se hace el silencio. Habrá pasado poco menos de una hora, o quizá algo más. El tiempo se estira y se encoge en nuestra percepción de una manera extraña.  

Alguien abre la puerta. Es Félix, el de la calle mayor, el hijo de Cleofás.  

– Aurelio –le dice – soy el nuevo alcalde por ahora. Esto es un pueblo y todos nos conocemos. Pudiste haber sido vengativo cuando eras tú el que mandabas, y no lo fuiste. Conozco a tu familia desde mi infancia. Nos hacen falta manos para trabajar. Con tu compromiso de paz puedes irte. Así están las cosas.  

La guerra llega a los pueblos de muy diferentes modos. Puede que con suerte el viento sea capaz de barrer las bombas y las luchas de armas en un pueblo apartado. Incluso las venganzas internas. Pero nadie les libra del hambre, de los huérfanos y las viudas. Cuando hay hambre se habla poco de libertad. Acaso perder la libertad no sea ahora lo más urgente.  

Aurelio apreta la mano del nuevo alcalde con la cabeza alta, pero con la mirada fija en el suelo. Ahora sin el peso de la pistola en el cinto, marcha de nuevo al campo. El trabajo duro ayuda a no pensar. 

Eulalia está triste y contenta a la vez. Oraciones de aleluya inundan su letanía.  

– Poco tienen que perder los que poco tienen – masculla Aurelio a su familia. Quizás tarde mucho tiempo en levantar la mirada.  

Isabel Prieto Checa

This short story is part of a research project on speculative historical fiction in Ireland and Spain funded by the AHRC and the University of Plymouth.

Picture credits: Joan.

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