La sangre de las gardenias de Renzo Puntarelli Valenzuela

Lo veo todo pasar como una película… la gente, el miedo… aquella vez, un bombazo irrumpió en el silencio de la noche, se quebrantaron los dulces sueños a golpe de fusil, recuerdo a mi gente, el horror de sus caras, se agolpan los sentires. Yo me levanté, velozmente del catre y corrí a buscar a mis pequeñas hermanas a la habitación contigua, todo retumbaba, mientras en las paredes se hacían grietas a mi paso, el techo se resquebraja y el polvo, acumulado en las cornisas de las altas paredes, empezaba a caernos como nieve sobre nuestras cabezas. El olor a viejo, olvidado, sangre y miedo impregnaba el ambiente.

Renzo Puntarelli Valenzuela

Los días soleados son ideales para poner gardenias blancas en el balcón, repetía siempre mi madre. Doña Fina podía no tener para comprar el pan, pero siempre había algo de dinero para una gardenia en la pérgola de la Aníbal Pinto. A mí me daba pena su religioso hábito, sabía por qué lo hacía. Todos, en la familia, sabíamos del gusto de sus gardenias, elegantes y aromáticas, coronando los viejos fierros forjados del balcón. Lo hizo hasta el día de su muerte.

Es un triste cuento familiar del que nunca se habló. Sin acordarlo, tuvimos un pacto familiar para no preguntarle por qué lo hacía. La verdad, es que ni entre nosotros, queríamos acordarnos. Con los años, el terror de la historia se nos fue difuminando. Charo odiaba el rito de nuestra madre, no porque fuera ridículo, sino porque para ella era macabro. Hoy, yo le llevo gardenias a su tumba. La memoria de un ser puede ser tan profunda como el dolor de sus pies tras el largo camino andado. Cierro mis ojos y recuerdo. Se humedecen, aún, por el estremecedor bullicio de la guerra.

Lo veo todo pasar como una película… la gente, el miedo… aquella vez, un bombazo irrumpió en el silencio de la noche, se quebrantaron los dulces sueños a golpe de fusil, recuerdo a mi gente, el horror de sus caras, se agolpan los sentires. Yo me levanté velozmente del catre y corrí a buscar a mis pequeñas hermanas a la habitación contigua, todo retumbaba, mientras en las paredes se hacían grietas a mi paso, el techo se resquebraja y el polvo, acumulado en las cornisas de las altas paredes, empezaba a caernos como nieve sobre nuestras cabezas. El olor a viejo, olvidado, sangre y miedo impregnaba el ambiente.

– ¡Qué es eso! ¡Tengo miedo Flavio! ¡Sálvanos, hermano! – decía con voz temblorosa Luisa Aurea mientras abrazaba a Charito debajo de la cama.

Los gritos de las niñas tensaban la situación. Flavio sacó a sus asustadas hermanas de las fauces de la cama cochambrosa, mientras por el umbral de la puerta, se asomaban sus padres ya listos para huir del caos.

– ¡Vamos chicos! ¡Apresuraos! Debemos refugiarnos en el sótano del edificio, los demás vecinos ya están yendo allí ¡Corred que no hay tiempo! – exclamaba don Julio, con voz de mando mientras ayudaba a su hijo mayor a cargar con las niñas, siguiendo la luz del candelero que Doña Fina, la madre del clan, llevaba temblorosa.

– ¿Dónde ha sido esta vez? – preguntó Flavio con tono angustioso mientras ya estaban en el rellano.

La cara de su padre era un cristo en día de crucifixión. En susurros le comentaba:

–Parece que han reventado la florería de Don Simón aquí a la vuelta… ¡Éstos no van a parar hasta que nos entierren a todos bajo escombros!

–¡Daos prisa! – comentaba mamá mientras nos azuzaba para que bajásemos más rápido las escaleras.

El tumulto de vecinos se agolpaba entre caos, llantos y miedo, camino al sótano. Don Baltazar reclamaba que no había tenido tiempo de sacar sus soldaditos de guerra ¡Colección tan preciada para él! Insistió en que volvería al cuarto piso a buscar sus reliquias, pero Don Álvaro le retuvo fuertemente del brazo y lo tironeó para que le siguiera mientras se sujetaba con el otro brazo de la barandilla endeble que temblaba con el retumbar de todos los vecinos bajando rápido. Flavio pensaba en la tragicomedia que supone observar la obstinación de un señor tan orgulloso como absurdo en medio de una guerra, sin embargo, entendía que cuando los ideales de un hombre se ven cruzados por el fuego lo que queda es… morir o doblegarse. Pese a su insistencia era obligado a seguir la masa de corderos asustados, como al matadero mismo.

Las balas cantaban junto al grito de mis hermanas, se oía el chasquido mudo, al quedar incrustadas en los muros del edificio ¡Benditos sean! porque por ellos no terminamos aquí mismo acribillados a medio morir saltando – pensaba Flavio – afuera… las ráfagas de bala, las bombas, los improperios y gritos se hacen cada vez mas fuertes. La tranquila noche primaveral estaba regada por charcos de sangre libertaria.

Entrando en el pequeño y oscuro sótano, Doña Angustias realizaba recuento de cabezas. Una aparente calma apaciguaba a los residentes a medida que se apostaban entre cañerías viejas, cajas polvorientas y motetes olvidados. De pronto, un grito. Un grito seco y aullante escandalizó al tumulto presente, sintiéndose los golpes incesantes en la entrada del viejo edificio. La vieja puerta, que los separaba del caos colindante, retumbaba en sus vidrieras al son de los gritos de una muchacha.

– ¡Ayuda por favor! ¡Abridme! – exclamaba la incógnita desesperada.

– ¿Quién es? – preguntó mi madre.

Un silencio desconcertante invade el sótano, nadie lo sabe.

– ¡Parece que es la hija de don Simón! ¡Lucía! Voy a abrirle  – exclamó Doña Angustias asombrada, mientras se dirigía a subir las escaleras -.

– ¡No! – gritó mi padre – si le abre puede dar paso a que entren los insurrectos. Podríamos morir todos – sentenció en tono firme y amargo, mientras de fondo, los gritos de la
desahuciada chiquilla decoran el ambiente.

– ¡Papá es nuestra amiga, ella es buena con nosotros siempre nos regala gardenias y pensamientos muy bonitos! – exclamó indignada Luisa Aurea.

– Su padre fue detenido por los nacionales – acusó Don Álvaro con un deje de abandono hacia la chiquilla –. Seguramente están haciendo redada y se están llevando a todos aquellos rebeldes
al reino, tal vez vienen por la chica. Lo que me extraña es que esté fuera del edificio a estas horas – señaló suspicaz.

– ¡Lucía es buena! – reclamó la pequeña Charito que, sin entender la situación, sollozaba preocupada por salvar a su buena amiga de las flores.

– Es apenas una muchacha joven, es diligente y educada, atiende en la florería de su padre desde que Remedios falleció, siempre ayuda en el vecindario, no anda en malos pasos ¡Debemos
ayudarla por amor de Dios! ¿Cómo la dejamos a merced de la brutalidad de la calle? – regañó con tono moral Doña Fina al grupo presente.

Todos esquivaron su mirada, algunos hacia el suelo, otros al vacío mismo de la sala, algunas vecinas abrazaban fuertes a sus hijos menores que lloraban entre sus faldas. Había pánico, se olía,
los hombres con la virilidad amansada a cada bala. De pronto, Doña Angustias, sin mediar pregunta ni permiso alguno, salió disparada hacia la puerta del portal a dar socorro a la desesperada Lucía, detrás, Doña Fina, la seguía envalentonada, por la solidaridad de salvar a la joven vecina. Los gritos de Lucía eran desgarradores.

– ¡Abridme! ¡Ya vienen, ya vienen! – exclamaba con horror desde la calle.

No recuerdo bien como fue todo, pues yo solo oía desde abajo el escándalo, mi madre pasó semanas en silencio, mirando el vacío… nunca la comprendí, incluso cuando nos bajamos del barco en el puerto de Valparaíso la seguía viendo con su mirada lánguida al vacío, observando la inmensidad del mar, buscando a la chica de las flores. Fue violento. Una ráfaga de balas invadió el ambiente, los cristales del portal salieron disparados por los aires, las socorristas que iban al rescate se tiraron por inercia al suelo, cubriéndose la cabeza, las balas volaban raudas por el largo pasillo que daba hacia las escaleras desde portal, todo sucedió entre los claroscuros del titilar de las luces del edificio, que luchaban por mantenerse encendidas con el retumbar de las bombas cercanas, fue un caos eterno para el pánico de los vecinos, que no duró más de tres segundos. Luego el silencio y el olor metálico de la sangre fresca.

– ¡Ay virgen santa de la morena! ¡Ay, Dios mío que está sucediendo! – sollozaba aferrada al suelo Doña Angustias.

Mi madre, aturdida por la sorpresa del iracundo espectáculo, se reincorporó lentamente del suelo, entre cristales rotos y olor a polvorín, levantando levemente su mirada al frente, hacia el portal. Buscando con esperanza a Lucía, aún aturdida por la sorpresiva violencia armada que les ha caído encima. No entendía bien lo que estaba sucediendo, observaba sangre salpicada en las puertas y trozos de ventana aun colgando del marco… de Lucía ya no se oía ni un suspiro. Solo los gritos
desconcertantes de Doña Angustias rompieron la escena, por el miedo al filo de la muerte, que la había rozado en la cara. Todo sucedió rápido, de pronto se sintió mareada, el cuerpo le pesaba, el ambiente belicoso lejos, un pitido sostenido en la cabeza. Una mano, por detrás, la levantó con fuerza justo cuando empezaba a borrársele la vista.

Mi padre y yo corrimos a su rescate cuando escuchamos las balas, la encontramos tirada en el suelo temblando, ella enseguida se desplomó en los brazos de mi padre. Volvimos rápido al sótano. A la oscuridad.

En la escena: dos gardenias blancas, botadas con parsimonia, se tiñen de sangre.


Renzo Puntarelli Valenzuela nace en Viña del Mar. Educado entre Chile y España. Reside, actualmente, en Madrid, cursa grado en Derecho, UCM. Realizó estudios parciales de Licenciatura en Filosofía, UCH y es egresado de Licenciatura en Ciencias Jurídicas, PUCV. Escritor de “La Danza de los Faisanes”. Viajero, voluntario en ONG’s y apasionado bohemio.

This short story is part of a research project on speculative historical fiction in Ireland and Spain funded by the AHRC and the University of Plymouth.

Picture credits: Dolores Lopez

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