Fumar Mata (la historia de un hombre feliz sin suerte) de Clara Herrero Hernández

Fumó mucho los primeros días en Alemania, mientras formaba una comunidad de otros trabajadores extranjeros como él. Hizo buenos amigos allí, con los que jugaba a las cartas e iba a ver jugar al Madrid cuando iban a Alemania. Aprendió algo de varios idiomas entre calada y calada, mandó dinero a casa y ahorró el propio. Volvió para cumplir su año en la mili, donde cayó tan bien que lo destinaron a ser el chófer de algunos oficiales, y allí también fumó y jugó a las cartas y contó chistes. Se había convertido él en la cafetera, que echaba humo y consuelo y ánimo.

Clara Herrero Hernández

Fer tenía trece años cuando empezó a fumar.

Era su primer trabajo, en una fábrica de máquinas de café. A Fer le gustaba; su trabajo, no fumar. Para fumar tuvo que tener más paciencia: el tabaco sabe mal, huele mal y ni siquiera sienta bien a la primera calada, o a las de después. Pero fabricar máquinas de café era bonito; no por la fábrica, negra, sucia y demandante, sino por lo de después: Fer construía instrumentos en torno a los que luego se reunirían personas para charlar, o en busca de una bebida caliente y consoladora, para superar otro mal trago o lanzarse a un día de duro pronóstico. La idea animaba a Fer durante las largas horas de trabajo que pasaba con los dedos ennegrecidos, los ojos escocidos y los oídos taponados por los estruendos que reverberaban a su alrededor.

También se estaba ganando su primer sueldo: estaba construyendo su propia máquina de la independencia, y cuando no supiera afrontar la adultez, acudiría a esta máquina para sacar valor.

Fumar vino después, cuando le informaron de su traslado, a los pocos meses de entrar a trabajar. Lo felicitaron por su trabajo, primero; por su facilidad para resolver engorros, por su capacidad para organizar a sus compañeros (de su misma cosecha), por su actitud bromista y por enseñarle a otro muchacho cómo funcionaba el oficio; después, le comunicaron que a los tres años acumulados entre sus máquinas y su grasa, si seguía así, lo trasladarían a Alemania. Una gran noticia para un muchacho de pueblo como él, tener la oportunidad de irse a un país con tanto trabajo y tanta industria; ya no sería una fábrica de cafeteras, claro: sería de tarteras de plástico, un mercado novedoso y mucho más demandado, sin duda en vías de enriquecer a aquellos implicados en su manufactura, venta y difusión.

Ese mismo día, Fer empezó a fumar. Fue para celebrarlo y se lo ofreció el mismo chico al que enseñó el oficio.

La segunda vez fue cuando se lo contó a Claudia, el amor de su vida desde los doce años y para toda la eternidad.

Para cuando se marchó, ya tenía el hábito más que cogido.

Fumó mucho los primeros días en Alemania, mientras formaba una comunidad de otros trabajadores extranjeros como él. Hizo buenos amigos allí, con los que jugaba a las cartas e iba a ver jugar al Madrid cuando iban a Alemania. Aprendió algo de varios idiomas entre calada y calada, mandó dinero a casa y ahorró el propio. Volvió para cumplir su año en la mili, donde cayó tan bien que lo destinaron a ser el chófer de algunos oficiales, y allí también fumó y jugó a las cartas y contó chistes. Se había convertido él en la cafetera, que echaba humo y consuelo y ánimo.

Cuando volvió a España, buscó una casa en Madrid y encontró trabajo arreglando cafeteras. Llevaba ya un puñado de meses por allí cuando decidió volver al pueblo.

—¡Fer! Tienes a Clau abandonada, macho. ¿No piensas ir a verla? ¿Te has echado novia en Alemania?

—¿Cómo?

Claudia no tardó ni diez segundos en abrirle la puerta de su casa. Ya estaba sonriendo antes de que Fer pudiera saludarla. Y, tan tranquila como siempre había sido, fue ella la que se lanzó encima de él y lo besó. Dejó de fumar.

Madrid fue de los dos y la casa también, y a los pocos años de casarse, nació su hija, a la que llamaron como el mar, y a la que le encantaba que Fer le contara sobre los libros de vaqueros que leía en su tiempo libre.

A Fer le gustaba su vida, aunque tuviera que levantarse para cambiar la luna por el sol y volviera a tiempo de poner la luna en su sitio.

Entonces, a los cinco años, Claudia se despidió de él y se fue. No se marchó a Alemania, ni a ningún lado al que Fer pudiera seguirla. Se fue y Fer no volvería a verla; al menos, no con aquellos ojos, no en Madrid, ni leyendo en su cama, ni por encima de un tablero de damas, ni abrazando a Mar, ni saludando a los perros del pueblo cuando volvían de visita. Volvió a fumar.

Le prometió a Claudia que no metería a Mar en un internado, y tuvo toda la intención de cumplirlo, pero al año de su muerte, tuvo que ingresar en un hospital. Uno de sus pulmones se negaba a funcionar, supuso que porque quería marcharse con Claudia. Mar ingresó en un internado y él, en un quirófano.

Para cuando pudo salir, aunque todavía no tenía la capacidad de encargarse de su hija, fue a verla al internado.

—¿Qué te gustaría que te regalara por tu cumpleaños, Mari?

—Una mamá.

El hueco donde había estado su pulmón se comprimió.

Pero cumplió: cambió el tabaco por una madre para su hija.

Fer tenía casi cuarenta años, y ella era maestra en el antiguo colegio de Mar, vieja amiga de Claudia, diestra con los números y las tareas del hogar. Podían llevarse bien.

Durante todos aquellos años de crianza, Fer fue una cafetera: no echaba humo, pero sí unía a la gente y ofrecía consuelo. Llevaba a su hija a pescar a pantanos, compró una casa en la playa y la puso a su nombre, sacó a pasear y comer y comprar a su nueva esposa, que siempre estuvo dolida porque él no la pudo amar y que fumaba más que él, que ya lo había dejado. Mediaba en todas las discusiones que ella empezaba, limaba su carácter con sonrisas y llevaba a bailar a Mar. Trabajaba, leía sus novelitas de vaqueros, contaba chistes y reía los ajenos. Paellas los sábados, torrijas en Semana Santa, juegos de mesa con su amiga monja (¡Bandido! ¡Bandido! ¡Cómo sales del paso de lo peor, Bandido!) una gatita abandonada sobre la que los tres pudieran volcar su amor, un coche nuevo para su hija, una rosa roja para el día de su boda y un reloj para el buen hombre con el que contraía matrimonio. Tarteras de plástico para los viajes al campo, para guardar el arroz y las torrijas y la comida de la gatita.

Y entonces, el cáncer.

Fer estaba convencido de que siempre había estado ahí, pero Fer llevaba toda la vida convirtiendo la paja en oro y el agua en vino. Había sido un hombre feliz y sin suerte.

La siguiente vez que exhaló humo, fue de una nube que se había tragado en su viaje al cielo. Y Claudia se rió, porque se lo había echado en la cara.


Clara Herrero Hernández quería dedicarse a la escritura desde los cinco años. Su primera novela, Dioses Ingenuos, fue presentada a un concurso de la Fundació Jordi Sierra i Fabra, donde quedó posicionada en la categoría de oro, a un paso de la semifinal. Con el prólogo de otra novela, ganó un concurso de relatos de su municipio. Mientras estudia en la universidad, está moviendo su segunda novela, Ángeles y Oscuridad, y acabando otra. Se la puede encontrar en Instagram como @clara.herreroh.

This short story is part of a research project on speculative historical fiction in Ireland and Spain funded by the AHRC and the University of Plymouth.

Picture credits: Cole Blaq

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