Cisnes en el Mediterráneo by Pedro Gutiérrez Ubero

Pensé en él -en mi bisabuelo- mientras tomaba impulso para saltar al agua desde la escorada cubierta del Costa Concordia. Era de noche, era invierno (el crucero Costa Concordia encalló frente a la isla de Giglio a las 21:42 horas del 13 enero de 2012) y mi primera impresión fue comprobar que el agua estaba demasiado fría…

Pedro Gutiérrez Ubero

Los dos torpedos lanzados por el submarino alemán U-38 impactaron en el costado de babor del SS Ancona con unos veinte segundos de intervalo. Construido en los astilleros de Belfast en 1908 para la Society di Navigazione a Vaporetti Italiana y con capacidad para 400 pasajeros, navegaba en el momento de su hundimiento bajo el pabellón de la bandera tricolor.

Según consta en los archivos de la Marina Militare el naufragio del SS Ancona acaeció en el amanecer del día 8 de noviembre de 1915. En ese momento el barco se encontraba bordeando el sureste de la isla de Cerdeña, a unas 20 millas náuticas de Cabo Carbonara y próximo al turístico islote de Cávoli.

Tras el desayuno y en un día claro los pasajeros del SS Ancona seguramente se habrían desperdigado por la humedecida cubierta entretenidos en intentar descubrir en el horizonte algún rasgo montañoso de la costa africana de Túnez. Pero aquella mañana otoñal era una de esas típicas mañanas brumosas tan habituales en esa zona del Mediterráneo.

Tras el naufragio el 7 de mayo de ese mismo año del RMS Lusitania, hundido por los torpedos del submarino U-20 frente a la costa de Irlanda, el SS Ancona navegaba escaso de luces y de distintivos para no ser detectado por los submarinos alemanes y por esa misma razón su capitán había decidido seguir un rumbo un tanto extraño a la hora de dirigirse desde Messina hacia el Estrecho de Gibraltar, seguramente movido por el intento protector de navegar al amparo de la costa.

De haberlo conseguido, el itinerario previsto en el cuaderno de bitácora era Messina-Nueva York con parada intermedia en el puerto español de Málaga. El primero de los torpedos del U-38 impactó más próximo a la amura de proa del SS Ancona, mientras que el segundo buscaba hacer daño en la aleta de popa. En ambos casos, los torpedos alcanzaron sus objetivos.

Una maniobra sin riesgos para cualquier marino experimentado que se enfrenta a un oponente que no espera la agresión por sorpresa, que navega sin ningún tipo de acompañamiento, que es lento como un elefante en sus maniobras y que carece de armamento con el que poder defenderse.

En los días siguientes la prensa italiana y aliada lo consideró un crimen de guerra, mientras que los nueve norteamericanos muertos en el ataque alemán al SS Ancona motivaron mucho escándalo diplomático en las cancillerías de un lado y otro del Atlántico. Por su parte, en Estados Unidos el hecho desencadenó una fuerte ola de protestas a favor de la entrada de Norteamérica en la contienda y en contra de la política antibelicista del presidente demócrata Woodrow Wilson.

Tras comprobar en superficie los graves daños causados por los torpedos el comandante del sumergible, el veterano capitán Max Valentiner, sabía que el SS Ancona se iría a pique rápidamente y rescatar a los posibles supervivientes no figuraba entre sus prioridades. Las órdenes que diez días antes había recibido en la base de submarinos de Dresde de manos del Gran Almirante, Antón Haus, le convertían en un depredador implacable. Así que su orden al timonel del U-38 fue virar a estribor y poner rumbo a Sicilia para continuar la caza.

Al anochecer de ese día el SS Ancona sería una muesca más en el revólver de su historial de guerra. Un delito contra la humanidad en el caso de resultar perdedores y una hazaña heroica en el caso de terminar ganadores. Cómo el capitán Valentiner había presagiado en tan sólo unos pocos minutos el barco comenzó a perder el equilibrio y a escorarse sobre las enormes heridas que los torpedos habían abierto en su banda de babor.

Quienes en aquel momento estaban en condiciones de poder salvarse tuvieron poco tiempo para lanzarse al agua antes de que la nave se hundiera definitivamente en medio de un enorme remolino. Una vez en el agua, a una temperatura que un cuerpo humano no podría soportar mucho tiempo, tan sólo quedaba jugar al reto individual de la supervivencia. Se trataba de resistir a brazo partido hasta que algún otro barco acudiera al rescate desde el cercano puerto de Cagliari.

En el naufragio del SS Ancona murieron doscientas personas y mi bisabuelo Pier Luigi Varzi fue una de ellas. Su vida simplemente se evaporó en las aguas azules del Mediterráneo. Como tantos miles antes, como tantos miles después. Mi bisabuelo nunca llegó a desembarcar en el puerto de Málaga y nunca regresó a un Madrid donde le esperaban su querida mujer y su hija de cinco años.

El 15 de mayo de 1915 Italia había declarado oficialmente la guerra al Imperio Austro-Húngaro, pero cuando en el mes de septiembre recibió un telegrama urgente de su hermana Allegra con la mala noticia de que su padre se moría, a pesar de los riesgos mi bisabuelo no dudó en embarcarse en el puerto de Barcelona con rumbo a Génova. 

Había nacido en Milán en el seno de una acomodada familia de empresarios del cristal, que no cristaleros. Desde el siglo XVI generación tras generación los orfebres milaneses habían destacado en la talla de piezas realizadas en cuarzo hialino o cristal de roca, obras de arte únicas y exclusivas que por su alto valor artístico y monetario habían tenido y todavía tenían a la alta nobleza y a los soberanos de toda Europa como principales clientes y coleccionistas.

En 1711 el primer rey Borbón español, Felipe V, no dudó en aceptar la herencia de buena parte de la colección del Gran Delfín Luis de Francia, un tesoro, (el Tesoro del Delfín), de cuarzo hialino tallado en su mayor parte por artistas milaneses y que en 1839 pasó a ser custodiado por el Museo del Prado.

Pier Luigi Varzi, mi bisabuelo, llegó a Madrid a finales de septiembre de 1909. Tenía 21 años. Su primera intención era quedarse en Barcelona, una ciudad que le cogía a pocas jornadas de navegación de Génova, el puerto italiano más próximo a Milán. Pero tras los incidentes de la Semana Trágica (entre el 26 de julio y el 2 de agosto de 1909) que provocaron 150 muertos en enfrentamientos con el ejército y la caída del gobierno de Antonio Maura, decidió que quizá fuese mejor idea trasladarse a la capital para escapar de los ambientes politizados y extremistas de los que él mismo venía huyendo.

La familia de mi bisabuelo era muy católica y muy conservadora, una clásica familia más de la adinerada burguesía milanesa de finales del XIX y principios del XX, mientras que por el contrario sus ideales de igualdad y de justicia social le llevaron a adscribirse muy joven al Partido Socialista Italiano, que había sido creado en Génova en 1892 con el nombre de Partido de los Trabajadores Italianos.

En aquel momento faltaban unos pocos años para que Benito Mussolini se convirtiera en el líder del Partido Fascista de Acción Revolucionaria, pero los primeros virus del fascismo ya comenzaban a contagiar muchos de los tejidos sociales italianos que una vez finalizada la Primera Guerra Mundial le auparían al poder.

Durante los primeros años del recién inaugurado siglo XX eran frecuentes las acciones del llamado “Fascio Milán”, una organización de carácter paramilitar y violento que tenía entre sus objetivos al Partido Socialista Italiano y a sus militantes. Fue para salvar su vida como el padre de mi bisabuelo decidió, contra su voluntad, que había que meterle en un barco rumbo a España.

Una vez en Madrid pudo sobrevivir los primeros meses con la ayuda económica que su familia le enviaba puntualmente desde Italia, e incluso alquiló un bajo en la calle del Piamonte. Gracias a un carácter abierto, a su atractivo, a sus cualidades como embaucador y a sus habilidades y talento como pintor, comenzó a ganarse la vida realizando retratos, bodegones y todos aquellos encargos pictóricos que le hacían algunas de las familias madrileñas más pudientes, ávidas de poner un poco de arte en las aburridas paredes de sus casas y de presumir de riqueza a través de los cuadros de Pier Luigi Varzi.

Fue en la casa de una de estas familias acomodadas donde conoció a mí bisabuela Francisca, que a sus veinte años y desde su Ronda natal hacía unos meses que había llegado a la capital para trabajar como sirvienta. Desconozco si llegaron a casarse y cuándo y dónde, pero lo importante para la historia de sus vidas es que mi bisabuela y mi bisabuelo se enamoraron y que de ese amor nació mi abuela María.

Tras su viaje a Italia la última carta que ambas recibieron de su puño y letra estaba fechada en Milán el 27 de octubre de 1915 y dirigida a Manuela Vázquez García, calle del Piamonte número 15, Madrid (España):

Molto caro mías.

Dos días fa que enterramos a mi caro padre en el Cimitero Monumentale di Milano. Os hecho molto de menos, ti amo y estoy deseando di tornare a l´Spagna, pero prima visitare la Sicilia di problemi de ereditá y prenderé un barco en el porto de Messina con indirizzo porto di Málaga. Presto torneremos a estar proximos.

Un forte beso para miei due amori.

Pier Luigi

Las vidas de mi bisabuela y de mi abuela finalizaron sin saber qué sucedió con su marido y con su padre. Lo único cierto es que él nunca regresó de Italia. Como si le hubiera tragado aquella tierra extranjera. Por supuesto que nunca supieron nada del hundimiento del SS Ancona en la mañana del 8 de noviembre de 1915, mi bisabuela apenas sabía leer, y que un submarino alemán le había disparado dos torpedos entre proa y popa mientras navegaba bordeando el sureste de la isla de Cerdeña. Para ellas mi bisabuelo simplemente se esfumó de sus vidas.

Nadie se puso en contacto con ellas desde Milán, seguramente porque desconocían que en Madrid existiera una niña de su misma sangre, así que sola en la capital y con una hija pequeña Francisca decidió regresar a Ronda convertida en madre soltera, para ella en madre viuda, llevando únicamente en su equipaje la talla de un pequeño cisne de cristal de roca con la punta de las alas bañadas en oro. Ese cisne era el único recuerdo que conservaba de aquel joven y apuesto milanés con quien había compartido en Madrid los mejores momentos de su vida.

Ni en los peores avatares económicos, de los que a lo largo de su vida tuvo que salir de muchos, Francisca quiso malvender esa joya y contra todo pronóstico siempre se mantuvo fiel a mi bisabuelo de quién muchos años después aseguraba que había sido el amor de su vida, un amor que había desaparecido sin ellas saberlo en algún lugar del Mediterráneo.


Pensé en él -en mi bisabuelo- mientras tomaba impulso para saltar al agua desde la escorada cubierta del Costa Concordia. Era de noche, era invierno (el crucero Costa Concordia encalló frente a la isla de Giglio a las 21:42 horas del 13 enero de 2012) y mi primera impresión fue comprobar que el agua estaba demasiado fría…

-¡¡Ostiassss!!- grité a todo pulmón para entrar en calor y darme ánimos, pero no conseguí ninguna de las dos cosas. El agua tenía la temperatura de un gin tonic con mucho hielo.

Me mantuve a flote en medio de la oscuridad. A pesar de ser invierno en los calendarios esa noche el oleaje no incomodaba demasiado y en el horizonte se podían distinguir las luces del puerto y de la ciudad de Civitavecchia y un gran número de puntos luminosos dirigiéndose hacia nuestra posición.

Más cerca el casco blanco del Costa Concordia, cada vez más inclinado, se desgarraba contra las rocas y podía escuchar cómo una marabunta de supervivientes intentaban salvar sus vidas pidiendo auxilio a todos los dioses y en todas las lenguas. Al no ser creyente me pareció una incongruencia suplicar y esperar que el dios católico hiciera nada por mí, pero en mi desesperación me pareció escuchar que alguien pronunciaba mi nombre…

-¡¡Antonio!!…. ¡¡Antonio!!… ¡¡Antonio!!…-. Aquella voz gritó mi nombre tres veces desde alguna coordenada en medio de la oscuridad del naufragio. Puede parecer un chiste, pero esa noche y flotando en el agua helada del Mediterráneo me pareció que se trataba de la voz de un ángel con acento italiano.

-¡¡Antonio!!… ¡¡Antonio!!…- repitió el ángel de nuevo.

En aquel momento sentí que por la espalda alguien me agarraba del hombro izquierdo con fuerza. Pensé que sería el pulpo gigante de Julio Verne. Giré la cabeza y allí estaba Massimo di Tomasso. Ambos éramos camareros en el bar de la segunda cubierta y ambos estábamos igual de acojonados. Nos abrazamos y como pudimos intentamos flotar y al mismo tiempo nadar hacia las luces que se acercaban desde Civitavecchia.

Tenía miedo. Miedo a no sobrevivir. Miedo a que las olas acabaran arrojando mi cuerpo devorado e irreconocible sobre la arena de cualquier playa. Miedo a desaparecer sin dejar rastro, sin poder despedirme. Miedo a ahogarme en el Mediterráneo como mi bisabuelo, cómo tantos miles de cisnes antes, como tantos miles de cisnes después.

Pedro Gutiérrez Ubero tiene 65 años, nació en Madrid (España) en abril de 1958 y cursó la Licenciatura en Ciencias de la Información en la Universidad Complutense de Madrid. Su trayectoria profesional siempre ha estado ligada a los ámbitos del periodismo, la comunicación, la creación de contenidos digitales y la industria editorial. 

This short story is part of a research project on speculative historical fiction in Ireland and Spain funded by the AHRC and the University of Plymouth.

Picture credits: Alice Horton

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