María sostiene a su nieta preferida en las rodillas; es la que más se parece a Manuel, su hijo, mientras sus otras nietas la rodean, disponiéndose a escuchar “El hombre bueno”, ese cuento que siempre es el primero de los que relata cada domingo por la tarde, cuando los padres de las tres niñas, con el fin de poder ver una película para mayores de 18 años, las dejan con la abuela.
Las niñas se saben el cuento de memoria, pero no les importa volver a escucharlo, porque la abuela María gesticula y hace las voces de los personajes.
-¿Cuál queréis que os cuente hoy? ¿”La mano negra”?
-Sííííí
-Pero antes… “El hombre bueno”.
“Érase una vez un hombre llamado Tomás, que vivía solo a las afueras del pueblo. Era alto, bien parecido y fuerte, y apenas hablaba con los vecinos, que lo consideraban un hombre raro. Su casa era de piedra y junto a ella había un gran pozo en el que, según las malas lenguas, arrojaba a los niños que se portaban mal. Tomás trabajaba cada día un pequeño huerto detrás de su casa, que regaba con el agua cristalina de un manantial cercano, que manaba entre dos rocas ocultas por la maleza.
“Un buen día la gente del lugar empezó a enfermar: la maestra no podía dar clase, el tendero tuvo que cerrar la tienda, los dos panaderos ya no podía amasar el pan, el cura cerró la iglesia… Hasta que una mañana Tomás apareció en la casa del médico con una garrafa llena de agua.
“-Tome, beba, le sentará bien.
“El médico, que yacía en la cama, probó el agua y…
“-¿De dónde ha sacado esta agua? Sabe un poco rara, pero me siento mejor.
“-De un manantial que brota junto a mi huerto.
“Y Tomás le dijo al médico y también a las autoridades que fueran a coger agua del manantial, que era de todos, aunque estuviera en su terreno. Gracias a este hombre bueno se salvó la vida de mucha gente del pueblo.
“Y colorín colorado… este cuento se ha acabado.
Tras esta frase, las niñas aplauden siempre y la abuela ríe.
María es una mujer menuda por su edad avanzada. Viste de negro y siempre lleva el pelo recogido en un moño. A veces, mientras su hija Carmela, la soltera, le hace el aseo personal, su nieta preferida las espía, porque le gusta ver la paciencia y el cariño que demuestra la tía Carmela.
La abuela es tozuda y quiere hacer su voluntad, tiene carácter. La vida la curtió desde muy joven. Tenía apenas 10 años cuando su madre se puso de parto en la cocina; los gritos desgarradores paralizaron a María que, tras unos instantes, salió corriendo a casa de la vecina. Aunque todo acabó bien, jamás olvidaría ese momento.
Hace años que María vive con su hija Carmela en la ciudad, lejos del pueblo donde nació y tuvo a sus cuatro hijos. Sólo en los veranos regresa a la casa del pueblo, con su corral y su higuera, y ese gran pozo en el zaguán, que Manuel construyó para que no faltara el agua.
El piso de la abuela, cuyo alquiler paga su hijo, es modesto. Lo mejor es la gran terraza, que tanto gusta a las nietas. Hay también una pequeña galería en la que perviven algunos objetos oscurecidos por el tiempo, como una balanza de platos de latón y varias pesas de distinto tamaño, con las que a veces, si la abuela está de buen humor, juegan las niñas.
Qué de recuerdos le vienen a la memoria cada vez que mira esos objetos…
El día en que heredó la ferretería de su padre, en la que había aprendido el oficio. Poco después conocería a Germán, un joven muy guapo que era del pueblo de al lado. Se casaron y enseguida llegaron los hijos. Aunque ambos trabajaban en el comercio, era María quien dirigía el negocio. Todo iba bien, hasta que él empezó a beber. Los sábados llegaba tarde a casa, casi siempre borracho. Y por la mañana, había veces que María amanecía con moratones en los brazos y en la cara. No tardó la cirrosis en llevarse a Germán a los 35 años. María se vio sola en unos momentos muy difíciles, justo cuando acababa de comenzar una Guerra Civil absurda, que separaría a las familias sembrando la discordia y el miedo en el pueblo. María, como otros muchos, se vio obligada a cerrar la tienda.
“¿Cómo pudo sobrevivir sola con cuatro hijos pequeños que alimentar?” cuchichearon algunos, al terminar la Guerra.
A María le brilla la mirada cuando recuerda el silbido de madrugada en la puerta del corral. La primera vez se asustó, escondió un cuchillo en su faltriquera y salió a abrir. Era un hombre corpulento, que cargaba dos sacos, uno de trigo y otro de arroz. Creyó reconocer a uno de los amigos de su difunto marido. Ese primer día no cruzaron palabra. Fue él quien les salvó la vida. Fue un hombre bueno.
Lucía Labarta Escudero. Jubilada. Ha sido cantautora y profesora de Literatura. Al haber leído tantos buenos libros, le resulta un reto ponerse a escribir y transitar por un territorio, donde el placer, insomnio, emoción y estrés se unen en el intento. El viaje ha empezado.
This short story is part of a research project on speculative historical fiction in Ireland and Spain funded by the AHRC and the University of Plymouth.
Picture credits: Paul Bell.
