El reloj del abuelo de Alberto López Rosa

El primer recuerdo que conservo de mi abuelo se remonta a mil novecientos ochenta y cuatro. Mis padres trabajaban hasta tarde y yo pasaba el día en la tienda de mi abuelo, un pequeño y viejo local de un barrio de Vallecas ahora convertido en inmobiliaria. En ese momento yo contaba con nueve años y como podréis imaginar a esa edad la mera idea de pasar el verano encerrado en una tienda me producía sarpullido. Aún así, el interior de la tienda me parecía alucinante. Relojes de madera de diferentes formas y colores de los que colgaban péndulos, que oscilaban sin descanso, y apéndices metálicos en forma de cadenas cubrían cada milímetro de las paredes hasta casi llegar al suelo, formaban un entramado de movimientos armónicos que causaba mi fascinación. El sonido de los relojes de cuco, cuyas puntuales figuras asomaban para saludar cada hora creaba una cacofonía musical que aún hoy en día me hace sentir añoranza. Pero lo más fascinante eran las historias que me contaba mi abuelo. 

Cuando no había clientes a los que atender, el abuelo Antonio se sentaba en su taller, un pequeño rincón al fondo de la tienda. Acostumbraba a pasar las horas en soledad, por compañía una radio, una lupa de mesa y un gran número de desconcertantes herramientas de ridículo tamaño. Cuando no tenía trabajo se evadía resolviendo una arrugada revista de sopas de letras que parecía no llegar a terminar nunca. Cuando echaba el cierre ya no quedaba un resquicio de luz, pero siempre llevaba consigo una sonrisa satisfecha y un reloj de bolsillo del que jamás vi separarse. 

—Es un reloj con clase —decía solemne cada vez que lo mostraba, y me guiñaba un ojo mientras lo sujetaba de la leontina y lo hacía girar.  

Era un hermoso reloj de oro. En su parte trasera destacaba el grabado de una enredadera y en su centro se podían leer las iniciales: «M. L.». 

Mi abuelo jamás permitió que nadie lo cogiera, ni siquiera yo. Y cada vez que alguien le preguntaba por las iniciales, guardaba el reloj con presteza y se encogía de hombros. En más de una ocasión cuando no sabía que yo estaba mirando pude ver cómo lo acariciaba y pasaba el rato sosteniéndolo entre sus manos. Era cuando las arrugas se volvían más profundas y alguna vez tuvo que acallar el rastro de la nostalgia con el canto de su mano. 

Mi abuelo había viajado a Madrid desde un pequeño pueblo del sur de España. Provenía de una familia acomodada, propietaria de unas pocas tierras que les permitían vivir holgadamente, aunque no lo suficiente como para considerarse ricos. Ellos mismos trabajaban en sus tierras y además podían permitirse contratar a otros trabajadores. Su hermano mayor era, según me contó, una persona inquieta y con intereses opuestos a la rígida tradición familiar quería viajar y conocer mundo, lo que generó un importante conflicto en la familia, especialmente con su padre, mi bisabuelo. Un hombre estricto de carácter agrio y agresivo que zanjó la revuelta con dos rápidos movimientos de mano y un cinturón de cuero, consiguiendo justo lo contrario de lo que pretendía. 

El hermano de mi abuelo se fugó dos días después, con el cuerpo todavía magullado y unas pocas monedas en el bolsillo. Varios años más tarde mi abuelo tuvo la primera noticia de que su hermano seguía con vida cuando por su cumpleaños recibió una caja con un regalo. A ese primer paquete siguieron otros más y en ocasiones acompañado de una fotografía. Mi abuelo atesoraba esas fotografías en blanco y negro, de grano gordo y en ocasiones borrosas. El último paquete que recibió fue en mil novecientos treinta y cinco, justo antes de que la Guerra Civil se adentrara en los pulmones de la sociedad y se propagara como un virus contagioso y agresivo. En la caja encontró un pequeño reloj abollado y una fotografía de su hermano posando en la puerta de una tienda en Madrid. 

La guerra arrasó sus tierras como un tifón, y apenas dos años después el abuelo Antonio tuvo que escapar a Madrid bajo amenaza de muerte, dejando todo atrás. Sus padres fueron asesinados en los enfrentamientos. Un daño colateral, podríamos pensar, pero la verdad es que les despojaron de sus tierras impunemente usando la guerra como excusa. El abuelo contaba entonces dieciocho años y salvó la vida gracias a que un amigo de la infancia le escondió y acogió en su casa. 

Cuando llegó a Madrid se volcó en buscar a su hermano y gracias a la fotografía localizó la tienda donde hubo un feliz reencuentro. Se quedó a vivir con él y aprendió el oficio de relojero. Se casó en mil novecientos treinta y nueve y ese mismo año tuvieron un adorable hijo, mi padre. Durante cuatro años fueron felices, hasta que en el invierno del cuarenta y tres la gripe se llevó primero a su hermano y, apenas un mes después, a su mujer. De un día para otro se encontró solo y teniendo que cuidar de un niño de cuatro años y sin la menor idea de cómo hacerlo.  

Al perder a su mujer también perdió las ganas de vivir. Se refugió en su trabajo y cuando su hijo no estaba en el colegio lo cuidaban unos vecinos con seis niños y un buen corazón, que sentían pena por el muchacho. Bebía hasta quedarse dormido en su sillón, dejó de afeitarse con regularidad y en ocasiones incluso olvidaba comer. 

Hasta que conoció a la mujer del reloj. 

Ese verano, el del ochenta y cuatro, me contó la historia más fascinante de todas. El reloj había pertenecido a una mujer que en mil novecientos cuarenta y cuatro había irrumpido en la tienda como si de un viento huracanado se tratara. Era tarde, y mi abuelo estaba a punto de marcharse cuando escuchó un ruido en la puerta, como un golpe fuerte y a continuación alguien llamó a la puerta. La mujer de la puerta estaba sofocada y con la respiración agitada como si hubiera estado corriendo. Parecía asustada. Vestía un hermoso vestido de seda estampado de color blanco y negro con un lazo enorme por delante. Sus manos estaban cubiertas por unos elegantes guantes de hilo blanco. Llevaba el pelo recogido y cubierto por una enorme pamela. Sacó algo de su bolso negro de piel y se lo entregó a mi abuelo con delicadeza. 

—Por favor —suplicó la mujer con un ligero acento francés—, ¡déjeme entrar! Necesito repararlo, el cristal está roto y no funciona. 

Mi abuelo se sintió cautivado por la intensidad de la mujer y asintió sin poder escapar de su mirada. Después miró el reloj y le dio vueltas entre las manos contemplándolo con actitud casi reverencial.  

—Estaba a punto de marcharme, pero le echaré un vistazo. Permítame un segundo. 

Cerró el candado de la puerta, volteó el pequeño cartel rectangular que colgaba del cristal para que indicara «cerrado» y se dirigió al pequeño taller pidiendo a la mujer que le acompañara. 

—Por favor, tome asiento —dijo señalando una silla—, será sólo un momento. 

Estuvo sentado cerca de una hora mientras desmontaba pieza a pieza con cuidado el complejo mecanismo. Cuando despegó los ojos del reloj se sobresaltó al encontrar a la mujer a su lado, de pie, inmóvil, como si se tratara de una aparición, observando su trabajo en silencio. Carraspeó y le dijo: 

—Su reloj ha recibido un buen golpe, no se trata sólo de cambiar el cristal, sino también varias piezas. Es un reloj de gran calidad y… poco frecuente. Un Breguet, si no me equivoco. ¿Me permite preguntarle dónde lo ha comprado? 

—No lo recuerdo —dijo con un movimiento de hombros como restándole importancia—. ¿Podrá repararlo? 

—Por supuesto que podré —afirmó algo ofendido—, pero llevará tiempo y no será barato. 

—Cuento con usted —dijo, y le entregó una cantidad de dinero superior a lo que mi abuelo suponía que  podría costar la reparación. 

—Oh. No será necesario tanto —respondió mi abuelo levantando las manos sin aceptarlo. 

Ella cogió sus manos con suavidad y depositó el dinero entre ellas. 

—Este dinero no es sólo por el arreglo, sino por su amabilidad y discreción —aclaró—. Volveré dentro de dos semanas para ver sus progresos. 

Mi abuelo se puso de inmediato manos a la obra. Tardó bastante más de dos semanas en dejarlo como nuevo. La mujer regresaba cada semana al taller. Al principio parecía molesta por el retraso, después fascinada al ver el delicado trabajo que mi abuelo realizaba. Muchas de las piezas que sustituyó eran originales, exclusivas, caras. De origen extranjero, algo difícil de conseguir en la España de esa época. Una España a la que los actuales aliados europeos observaban con recelo por si tomaba partido en la guerra.  

Al principio la mujer se quedaba observando el delicado proceso, dejando pasar el tiempo y, poco a poco, casi sin darse cuenta, ese tiempo fue aumentando. 

En esas ocasiones mi abuelo se sentía extrañamente feliz. Se encontraba nervioso y expectante cuando llegaba el día de la visita, y preparaba algo de café y unas pastas para agasajar a su visitante. Solía irritarse cuando algún otro cliente interrumpía esos momentos. En ocasiones pasaban varios días antes de que entrara algún cliente, pero durante las visitas de la mujer siempre parecía que siempre había alguien esperando y el abuelo Antonio se sentía molesto y celoso al escucharles hablar. Las conversaciones eran tan insulsas, tan insustanciales, que sentía deseos de agarrar al energúmeno de la solapa y echarle de su tienda a patadas.  

Cuando se encontraban a solas ella le relataba las últimas noticias de Francia, de cómo su país había sido invadido y sobre el miedo a perder a su familia allí atrapada. El abuelo siempre ofrecía mensajes de optimismo. «Los alemanes no estarán mucho tiempo en tu país» y después se arrojaba en brazos de la nostalgia y recordaba los campos y los cultivos del sur. También contabas anécdotas sucedidas en Madrid y hablaban, por supuesto, de relojes. 

Tras cinco meses finalmente el reloj estuvo reparado. Ese día mi abuelo no era capaz de concentrarse en nada más, orgulloso como estaba de su trabajo, el logro de un humilde relojero de Madrid. Por otro lado, cuando la mujer recogiera el reloj desaparecería de su vida y con toda seguridad no volvería a saber de ella. Sentimientos contradictorios de euforia y pesimismo envenenaban su humor. 

Ese día ella no apareció. Ni al siguiente. Ni ningún otro día. 

Al cabo de una semana un muchacho entró en la tienda. 

—¿Es usted Antonio el relojero? —preguntó el joven. 

—El mismo que viste y calza. 

—Esta carta es para usted. 

—¿Una carta? ¿Para mí? —Preguntó mientras le muchacho asentía—. ¿Quién te la ha dado? 

—Una gabacha —dijo el chico con una sonrisa tan grande como su cara—. Me ha dado una buena propina. 

El abuelo rasgó con ímpetu el sobre sellado y leyó la carta con atención. 

La mujer se marchaba de Madrid y le citaba a las cuatro de la tarde en la estación del Norte. Mi abuelo miró a su alrededor. Todas las manijas mostraban la misma hora. Apenas veinte minutos para las cuatro. Cogió su sombrero y el Breguet y cerró la puerta sin siquiera echar el cierre metálico para no perder tiempo. Buscó hasta encontrar un taxi que le llevó a la estación. Corrió con el reloj en la mano hasta el andén donde una veintena de mujeres, hombres y niños despedían a sus seres queridos mientras el tren iniciaba su viaje a paso lento. 

Durante meses, mi abuelo, mantuvo la esperanza de que la mujer regresaría. El día menos pensado entraría por la puerta, saludaría con su gracioso acento francés y tal vez se quedase para siempre. 

No sucedió. Jamás volvió a verla. 

Mi abuelo murió con setenta y ocho años, pero antes dejó claro, tanto en su testamento como de palabra a toda la familia, que debían enterrarle con su reloj. 

«Sea lo que sea que encuentre al otro lado debo tener mi reloj bien cerca, necesitaré saber la hora y mostrar el mejor trabajo de mi vida a todo al que me encuentre —después agachó la cabeza y añadió—, y ¿quién sabe si…?» 


Pero su muerte no es el fin de esta historia. 

Unos meses más tarde recibí una enorme caja. Me la enviaba el albacea de mi abuelo, que había recibido instrucciones muy concretas. La caja contenía una serie de relojes, bien cuidados, envueltos en paños de gamuza de distintos colores y protegidos en cajas aterciopeladas. Su colección privada. También había un álbum de fotografías y una carpeta con recortes de periódicos. 

En el álbum se encontraban todas las fotografías en blanco y negro que había recibido de su hermano, y que había conservado hasta su muerte. A continuación había otras en las que mi abuelo posaba junto a su hermano y a mi abuela. No recordaba haber visto antes a mi abuela. Era una mujer preciosa. También encontré otra foto de mis abuelos acunando a mi padre recién nacido entre sus brazos. 

Cuando abrí la carpeta encontré algo aún más sorprendente, algo que mi abuelo había guardado durante tanto años en su interior. Se trataba de recortes de periódicos franceses. Me quedé de piedra al ver la foto impresa de una mujer extremadamente hermosa y escrito en titulares rezaba: «M. L. espía y heroína de la revolución». En ese momento de entre los recortes, un papel se deslizó hasta el suelo. Era una carta escrita a mano y decía así: 

«Mi querido Antonio, 

Me he visto obligada a regresar a Francia y lamento no haber tenido la ocasión de despedirme. Que trágica ironía descubrir que el relojero llegaba tarde. Pero tal vez haya sido mejor así, la despedida habría sido como sentir una estaca atravesando mi corazón. No creo que pueda regresar a España y volver a verte, porque si así fuera estoy convencida de que no podría abandonarte de nuevo. Ni mi familia ni mi marido lo entenderían. Espero y deseo con todo mi ser que seas capaz de perdonarme algún día. 

Es mi deseo que conserves mi reloj y que te sirva para recordar los momentos que compartimos. Nunca te lo conté, pero el día que nos conocimos, el día que entré en tu tienda corría un gran peligro y gracias a la providencia pude salvar la vida, así que cualquier deuda que tenga hacia ti no podrá ser nunca pagada. Guárdalo. Tal vez algún día me lo puedas devolver en otra vida. 

Tuya por siempre. 

M.L.» 


Alberto López Rosa (Madrid, 1975) es ingeniero técnico industrial, MBA y trabaja en el ámbito de Sanidad. Recientemente ha realizado varios cursos en Cursiva, la academia de Penguin Random House y está formándose en Phantastica, escuela de fantasía, ciencia ficción y terror, y trabajando para publicar su primera novela, dentro del género fantástico de terror

This short story is part of a research project on speculative historical fiction in Ireland and Spain funded by the AHRC and the University of Plymouth.

Picture credits: Ann Seedhouse

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