I. La foto familiar
De la foto familiar de mis abuelos en medio de sus cinco hijas y sus dos varones, foto de pequeño tamaño en la que increíblemente cabía familia tan numerosa, me quedaba un recuerdo que, al igual que la propia foto, había dejado arrinconado y que no era lo suficientemente vivo para motivarme a escribir esta historia.
Todo empezó cuando el otro día, al dar con ella, decidí ampliarla, quizá por un miedo irracional a que siguiese menguando hasta desaparecer del todo, como ocurre con muchos recuerdos. Así que la llevé a la tienda y en poco tiempo me entregaron en un gran sobre la ancestral imagen. En el camino de vuelta una emoción creciente se iba haciendo conmigo. Acababa de invocar sin querer al pasado y presentía que este llamaría a mi puerta. De la foto de antes guardaba la sensación de una suma de rostros muy andaluces, frescos y orientales en las hijas, curtidos en los varones, entre los cuales destacaba por su solemnidad la figura del pater familias. Así que, al estar ya en frente del gran retrato, surgieron esas mismas sensaciones, pero algo más importante que no había notado antes se reveló a mí, al igual que la imagen, aflorando en el baño de la cámara oscura: las miradas no miraban y si miraban era por dentro, sólo ojos abiertos sin reflejo, como si cuya expresión, ausente hubiese sido retenida en un pasado oculto.
Así nació la misión de saber de ellos, quienes eran y cómo vivían, para que aquellas miradas atónitas de pronto se iluminaran de sentido y me entregasen sus remotos secretos.
En aquellos pueblos blancos, cantarines y dicharacheros, que olían a calor, no sólo se recogían aceitunas, sino también muchas historias que llenaban las alforjas de la memoria colectiva. He aquí una de ellas, aunque desprovista de la gracia con la que mi madre la contaba, una simple historia pero a través de la cual todo un pasado, así como la voz de mi madre, resuena todavía en mí, encendiendo su candil en aquel rincón de la memoria.
II. Preludio y aclaración: ¡qué vienen los tarugos!
A los nativos de Pozoblanco no sólo se les denomina por el bello nombre de Pozoalbenses, sino también por el mote de “tarugo”. Y no es que nacieran con un tarugo debajo del brazo o que las duras condiciones de vida hicieran de ellos seres de duro entendimiento, nada de eso. El gentilicio viene del tiempo en que la madera, que representaba un importante negocio, era vendida por camiones que irrumpían ruidosamente en los pueblos. Esto creaba una gran excitación y hacía que, desde las ventanas de las casas, la gente, medio aturdida, exclamara : ” ¡Ya vienen los tarugos ! “
III. Ya me lo dirás, paloma.
En la sierra de Pozoblanco, mejor dicho, de los Pedroches, el invierno en su corto período es tan severo como el calor en verano. El pueblo en su origen creció alrededor de las casas y mansiones de la clase pudiente, desgranándose hacia el campo en casuchas y cortijos donde se ubicó la otra parte de esta sociedad cuya vida estaba volcada en las labores del campo.
El campo. Es una tarde de invierno. El cielo de enero echa sobre las casas encaladas su gran capa púrpura.
El pueblo, atravesado por el paso continuo de animales, por la brisa que viene de la sierra y por esencias de maderas quemadas es, en esta hora, un alambique que destila en el atardecer olores a paja, a cuadra y establo, a encina quemada, a tomillo y a jara resinosa . Es la hora en que se camina deprisa. El invierno es crudo para las manos y piernas de estos aceituneros.
Al hombre que aquí anda de prisa no parece pesarle el buen haz de leña que lleva consigo. Es el Huertos, alto y de pelo acaracolado. Este andaluz de la sierra de Pozoblanco es mi abuelo Miguel volviendo al cortijo con buenos leños para los suyos. Más que mi abuelo es el abuelo, por ser figura tan compartida: guardés, podador de árboles, cima de frondosa familia, hombre del campo y de su pueblo, sembrador de risas y cultivador de gracia andaluza. Después de su familia su mayor riqueza es su jornal, pero aun así nunca llega a casa con las manos vacías, aunque sea por ver las caritas de sorpresa y de alegría al abrirse la puerta. Esta vez no se trata de un conejo de campo, ni de unos huevos de perdiz o membrillo regalado por un vecino, sólo es la imprescindible leña.
He aquí que subiendo la última cuesta se cruza con Fernando Castillo, quien, desde lo alto de su yegua blanca, le arroja este piropo:
– ¡Qué buena leña llevas ahí, Huertos !
En este momento, entre que anochecía y que nuestro bandolero tenía la cara medio tapada por la carga, fue como si el fardo se hubiera puesto a hablar. No sé quién escuchó lo que soltó aquí a continuación el abuelo, si el elegante jinete, si el viento o la misma yegua :
– Ya me lo dirás, paloma.
Y aquí oigo la voz de mi madre rematando la pequeña historia, sacándome una sonrisa cómplice:
– Ay si hubiera sabido el Fernando Castillo que la leña que pasaba delante de sus ojos era suya.
Hoy día este recuerdo se ha vuelto recuerdo de mi madre. Quizá de esta manera se mida el paso del tiempo.
Aquella misma noche se unió la candela al candil del cortijo y todos los ojos de la foto se iluminaron, brillaron las mejillas y entonces me entregaron sus miradas.
Seguro que, bajo aquella luna, buenos humos tuvo la chimenea del cortijo de los Huertos.
Juan Moreno Huertos nació en Pozoblanco ( Córdoba ) y con seis meses de edad su familia emigró al sur de Francia, muy cerca de la frontera, zona de gran presencia de familias de origen español. Alli estudió hasta la licenciatura. En un viaje casual a Madrid , conoció a su futura mujer y trabajó quince años como profesor de francés de secundaria. Reside ahora en Madrid y aunque siempre estuvo escribiendo, mayormente poesía, en los dos idiomas, el interés por la escritura en un sentido más amplio y con vistas a publicarse es relativamente nuevo para él. Está preparando una novela, viviendo la bella emoción literaria.
This short story is part of a research project on speculative historical fiction in Ireland and Spain funded by the AHRC and the University of Plymouth.
Picture credits: Matthew.
