Marina de Laura Velázquez Morales

 

Marina se vio sola con cuatro hijos bajo sus alas, y cuando el gobierno rechazó su petición de pensión de viudedad, ya que su marido no estaba fallecido y no podía demostrar su muerte, se vio obligada a vender sus broches, telas y todo lo que su marido, en un intento por comprar su cariño, le había ido regalando en esos años de matrimonio. 

Cuando Marina acababa de cumplir cinco años, España perdió sus últimas colonias en América, sumiendo al país en un estado de tristeza y pesadumbre que la conciencia de la pequeña no pudo asimilar. Pequeños detalles le indicaron que algo en su ciudad sucedía; escasez en la despensa, indignación en las calles, y sobre todo, las conversaciones que sus modestos padres tenían a menudo sobre el incierto futuro de la chica. 

Si bien la infancia de Marina fue mejor que la de muchos de sus amigos, sus padres sufrieron notablemente la crisis consecuente a la pérdida de estas colonias, y cuando su primogénita cumplió los catorce, no tuvieron más remedio que emparejarla con un primo lejano suyo que antes de la crisis había hecho fortuna en las Américas. 

El hombre, cuyo nombre Marina se juró no volver a decir jamás ni si quiera en su subconsciente, tenía entonces 35 años, y la forma de vida, aún ostentosa de él, inquietaba sobremanera a Marina, que debió acostumbrarse a las risas toscas de sus compañeros de juego, al humo negro y repugnante que nacía de unos puros cubanos del tamaño de pequeños misiles, y al trato casi malicioso que su primo y entonces marido le confería. 

Nunca faltaban las risas de él, las burdas caricias suyas, y la infantilización que hizo de Marina, que a pesar de que a su edad era mucho más madura que otras jóvenes, siempre se sintió pequeña a su lado, y debió aprender a guardarse sus pensamientos por temor a los descalificativos que su marido, con mucha más experiencia en el mundo como él solía recalcar, le mandaba de forma constante. Así pues, cuando los niños fueron llegando, Marina se sintió como una más entre los niños Garijo, una niña más en aquella casa de tinieblas marcada por la voz altiva de aquel hombre y el juego de cartas constante en la mesa de comedor. 

Por eso mismo, cuando una tarde su marido salió por la puerta de la casa con el contexto de ir a echar unas partidas en casa de unos amigos, Marina no lo despidió con un beso cariñoso, ni con un saludo gentil, sino de la misma forma que acostumbrada solía dirigirse a él; con el más absoluto silencio. Ni siquiera lamentó su forma de ser con él cuando no volvió a verlo regresar por la misma puerta de la casa, y tan solo sintió el amargo sentimiento de una viuda cuya forma de subsistencia se había desvanecido. 

-Ha sido el juego, doña Marina -le decían los vecinos semanas después.- Solo una desaparición así puede haberse realizado por un ajuste de cuentas. 

Esa era la conclusión de las personas cercanas a los Garijo; una deuda de juego. Marina, con la imagen de las pesadas pesetas cayendo en la mesa de comedor a diestro y siniestro, no podía sino aceptar esa realidad como verdad, y esperar a que los agentes de seguridad le confirmaran sus sospechas. Sin embargo, estos nunca le trajeron nuevas. 

Marina se vio sola con cuatro hijos bajo sus alas, y cuando el gobierno rechazó su petición de pensión de viudedad, ya que su marido no estaba fallecido y no podía demostrar su muerte, se vio obligada a vender sus broches, telas y todo lo que su marido, en un intento por comprar su cariño, le había ido regalando en esos años de matrimonio. 

-Sin cuerpo, no hay muerte – le dijo un hombre de seguridad del estado, a pesar de las súplicas de Marina, que en aquel momento llevaba en brazos al más pequeño de los Garijo.- Pruebe a regentar una portería, he escuchado que en el Paseo de las Adelfas buscan a una mujer -murmuró en voz baja el hombre, compadeciéndose de ella. 

De esta manera, Marina comenzó a cuidar una portería, en la que por una vez, se sintió en su casa, a pesar de la precariedad y escasez a la que tuvo que acostumbrar a sus hijos. No tenía padres, hacía mucho que habían fallecido, y a pesar de la soledad, sintió algo parecido a una independencia genuina durante esos años. Allí no había puros que ennegrecieran las cortinas, y no había más que la presencia de ella y sus hijos, que en algún momento dejaron de preguntar por su padre, olvidado en su aún formante mente, y que supuso un alivio para Marina, pues aquella figura no era más que una sombra en sus recuerdos que aún cuando se hizo anciana, regresaba en ocasiones entre sus sueños y la hacían despertarse abruptamente entre temblores y jadeos. 

Puede que la situación se volviera más sencilla por algo que Marina no deseaba admitir, y era la llegada de un joven en su vida. Nunca pensó que pudiera amar, ni que pudiera vivir un primer amor, pero al cabo de un tiempo sucedió, y se juntaron en aquella portería pequeña y austera. Era un hombre joven, apuesto, y sobre todo amable, que había caído rendido ante la soltura de Marina, su decisión y su fuerza. Su posición no era acaudalada, sino que era tan humilde como lo habían sido los padres de Marina, y a pesar de que la precariedad había hecho amarga la vida de Marina desde que había cumplico los cinco años de edad, no se sintió nunca más protegida y estable que con él, aún cuando su marido fugado había vivido en lujos. Curiosamente, la fragilidad económica no la había vuelto más conservadora en ese sentido, sino que la ausencia de amor la había hecho ser más ávida de ello, y cuando pudo tener a aquel joven amable había caído rendida tal y como él lo había hecho con ella. 

Poco después, las pocas amistades que Marina conservaba de sus tiempos de casada se perdieron, al juntarse con un hombre sin estar unidos bajo lazos matrimoniales y dando a luz a pequeñas bastardos sin bautizar. Marina hubiera deseado gritarles, escupirles en la cara, y hacerles revivir los días en los que había intentado divorciarse de su marido, que indudablemente debía estar muerto en algún pantano, o dado de comer a perros callejeros, para poder casarse con aquel joven risueño que le traía flores y que no fumaba de aquellos puros repulsivos que su antiguo hombre fumaba. Sin embargo, acostumbrada a callar, decidió ignorar los cuchicheos, pero con la diferencia de que aquella vez, su rostro mostraba una verdadera indiferencia, pues hacía mucho tiempo que había dejado de ser aquella niña asustada que se dejaba manejar por otros. 

Cuatro hijos le dio, formando así una familia de ocho retoños, y a pesar de que el sueldo de un acomodador de un cine y de una portera no eran suficientes, Marina se sintió feliz, o por lo menos, lo más feliz que se había sentido nunca desde que tenía uso de razón. 

Por eso, cuando años más tarde tuviera que vivir sola la posguerra con sus ocho hijos, recordaría con amor aquellos momentos con su pareja, a la que a pesar de no estar unidos en matrimonio, lo sentía mucho más cerca de lo que había estado con su anterior marido. Reviviría sus caricias, los besos en la mejilla que le daba cuando se iba a trabajar, y los abrazos regulares que se intercambiaban. 

De esa manera mitigaría el dolor de las cartillas de racionamiento que debería usar años después de la guerra, y el dolor que le produciría cruzarse por la calle al médico que le había dicho que su marido estaba bien, a pesar de que horas después caería muerto por un infarto al corazón. La herida sin cicatrizar que le dejaría la muerte de su hijo mayor, ahogado en el río Manzanares, y el hecho de que los primeros años de vida de sus hijos pequeños estuvieran marcados por el hambre, el frío y los piojos. Todo lo que vendría después lo soportaría, reviviendo aquellos momentos para siempre, pues su primer amor sería el amor que transmitiría a sus hijos, y estos a los suyos. 

Podría contar más, narrar las penurias de Marina, y las de la infancia de aquellos niños, pero como dice mi abuelo, somos recuerdos, y su madre era mucho más que penurias y tristeza. Su madre era amor, y por ello, los recuerdos que se transmitan de ella deben ser algo más que malas experiencias. Así pues, la historia debe acabar aquí; con una escena de Marina junto al padre de mi abuelo abrazados en el salón, intentando reconfortarse mientras escuchan los estallidos de las bombas en madrid, y a su alrededor, los niños que con cariño estaban criando, pues aún en los momentos tristes, mi bisabuela podía encontrar algo por lo que seguir. 


Laura Velázquez Morales, nacida en Soto del Real, es estudiante de Literatura General y Comparada en la UCM. Es la mediana de tres hermanas, y descubrió su amor a la escritura después de participar en un concurso de relatos en el instituto. Además, es gran aficionada de la historia y del arte.

This short story is part of a research project on speculative historical fiction in Ireland and Spain funded by the AHRC and the University of Plymouth.

Picture credits: Dmitriy Beketov

Leave a comment