Teodoro termina su cigarrillo. Son las nueve de la mañana del 8 de Agosto de 1936 en Sant Celoni. Sabe que en quince minutos pasará a buscarlo el camión de la CNT, a ejecutar lo inimaginable. No hay nada que hacer. Resistirse sería suicida. Nunca imaginó que la situación llegaría a estos extremos.
Carlos González Iradier
I
Aunque no lo supe sino hasta mucho tiempo después, el verano de 1964 marcó de forma indeleble la imagen que siempre tuve de mi abuelo Teodoro. Recuerdo claramente a mi primo Jacobo, mi padre, mi tío y yo junto a él, disfrutando de un día de verano por la comarca del Vallés, en el corazón de Cataluña. Hacia el mediodía, pasábamos por un pueblo genérico, sin ningún atractivo para un niño de diez años.
Sin ningún aviso, mi abuelo, que compartía el asiento trasero del coche conmigo y con Jacobo, con un manto de pánico sobre el rostro, apenas fue capaz de hablar.
– ¿Dónde estamos? – pregunto a mi tío y mi padre
– Este pueblo se llama Sant Celoni, Teodoro, respondió extrañado mi padre. – ¿Por qué preguntas?
En ese momento, y como un corzo asustado, mi abuelo se lanzó al piso del coche y con un grito ahogado, dijo:
– ¡Vámonos ya de aquí!
Lo singularmente extraño de ese evento quedó grabado en mi memoria, pero no entendí su importancia hasta bien entrado en mi vida adulta. Durante todo ese tiempo, mi familia, que nunca lo volvió a mencionar, se encargó de crear una imagen heroica, casi mitológica, de mi abuelo. De cómo había roto con los cánones sociales al tener vida común con una campesina aragonesa, de su participación como voluntario de la República en la Guerra Civil, y de cómo había logrado salvarse a sí mismo y a su familia al emigrar a México al final de la guerra.
Siempre me fue difícil conciliar esa imagen con la realidad de la que fui testigo involuntario paseando por el Vallés en una mañana calurosa de 1964.
II
Teodoro comienza el día liando un cigarrillo, seguido de un café solo, sin azúcar. Acostumbra a levantarse temprano, cuando el sol apenas se ve tras los montes. Su esposa, Aurora, y sus tres hijos, Pedro, Luisa, y Carlota, aún duermen. Es su momento de reflexión. Sale un momento al patio de la casa en el Carrer de Sant Antoni, donde acaba de conseguir alojarse. Solo hace dos meses que llegó a Sant Celoni, un pueblo sin grandes pretensiones, a caballo entre Barcelona y Girona. Estamos en pleno verano de 1936, y Teodoro intuye vientos de violencia.
Pasa revista a sus recuerdos.
¿Cómo llegué aquí?, se pregunta. Atrás quedan las imágenes de su infancia en el piso en el número 15 de la calle Embajador Vich, en Valencia, donde forjó su personalidad, sin hermanos, y con un padre militar, siempre ausente, y una madre estricta, a la que no recuerda haber visto reír nunca.
Definitivamente, mi mejor momento lo viví en Barcelona, piensa. Aún recuerda cuando su padre fue asignado al Cuartel de Caballería de San Pablo, y se mudaron a un flamante piso en l’Eixample. Desde el inicio, quedó maravillado con la ciudad, que sentía viva, como un organismo. A su lado, Valencia lucía como un pueblo de provincia.
Justo al cumplir los veintiún años, ya como estudiante de Medicina en la Universidad de Barcelona, su padre, Teodoro, como él, y Carlota, su madre, lo llamaron.
– Teodoro. Tenemos que hablar. Siéntate – dijo su padre
Tomó una silla del despacho y se sentó.
– Hay una promoción a Coronel, pero es en el Cuartel de Caballería de Alcalá de Henares.
Se mudarían todos juntos, pero Teodoro, en pleno tercer año de Medicina, tendría que quedarse. La posibilidad de poner tierra de por medio con sus padres, especialmente con su madre, le llenó de secreta alegría.
– Ya hemos hablado con mi hermano en Vitoria. Tu primo Eduardo, que también estudia en la Universidad, alquila un cuarto en una pensión no muy lejos de aquí. Ya la fuimos a ver. Es modesta, pero los cuartos son cómodos. Sobre todo en un buen barrio, y bien localizada. Eso sí, las reglas de entrada y salida, muy claras, y los dueños son personas de reputación. Mira que hay muchos estudiantes que se han descarrilado después de una estancia en algunas pensiones.
– No será mi caso, padre – afirmó Teodoro.
Inteligente, pero sobre todo muy disciplinado, Teodoro no tuvo problemas para establecerse como un buen estudiante en la Facultad de Medicina. Hasta entonces, su deseo de no estar en casa de sus padres le había forzado a dedicar largas horas de estudio en la Biblioteca. Aún con la salida a la pensión, Teodoro continúo su marcha hacia lo que, inexorablemente, parecía estar destinado: ser médico cirujano.
Recuerda cuando su primo Eduardo lo encontró en el Bar Marsella.
– Hola Teodoro, mira donde te estás escondiendo – dijo con picardía.
– Pues no me escondo, Eduardo. Estoy de pausa antes de volver a la pensión. En un par de semanas comienza la tanda de exámenes.
– ¡Me parece que va a tener que dejar espacio para la diversión, primo! Acabo de conocer a Gloria, una chica de lo más profundo de Teruel. Guapa, y muy desenvuelta. En fin, con ganas de pasar un buen rato.
– Te felicito. Ahora con tu permiso, me tengo que marchar.
– ¡No tan rápido! Gloria vive con sus cuatro hermanas. Vinieron todas a Barcelona el año pasado, a buscar las oportunidades que no tienen en el pueblito de Teruel de donde salieron. Mejor aún, con lo que obtienen del trabajo, alquilan un piso en Sants, o sea que…
– Viven solas – replicó Teodoro
– Así es. Y, para que veas que me preocupo por tu bienestar, estamos invitados a ir este Viernes a una fiestecilla. ¡A ver si sales de la cueva, primo!
Teodoro da una gran bocanada a su cigarrillo. El calor del verano se hace presente en Sant Celoni.
Los pensamientos se agolpan a gran velocidad. La fiesta en casa de Aurora y sus hermanas. No era bonita, pero su mirada penetrante le hizo flaquear. Sus estudios comenzaron a pasar a segundo plano. Las visitas al piso en Sant eran cada vez más frecuentes. Perdió la virginidad en ese piso, un día que, sospechosamente, Aurora se encontraba sola, sin sus hermanas. A partir de ahí, todo aparece en su memoria como destellos.
– Estoy embarazada, Teodoro.
Teodoro sintió esas palabras con la fuerza de un estruendo. La sangre subió rápidamente a su cabeza, y se aceleró su pulso. Intentó recomponerse, analizando sus opciones. La alternativa de terminar el embarazo pasó un instante por su mente, pero ante la posibilidad de perder a Aurora, respiró hondo y le dijo:
– Pues tendremos al crío. Ya veremos cómo nos apañamos.
El momento se cerró con la alegría momentánea de ser padres. No tardó el escándalo familiar, la ruptura que lo obligó a prescindir de la tan necesaria ayuda. Aurora trabajaba y consiguieron, a duras penas, mantenerse. Después de dos hijos más, Teodoro logró su sueño de ser médico. Sin el apoyo familiar, apenas accedió a trabajos de menor cuantía. Después de un año y con las influencias de Eduardo, apareció, por fin, una oportunidad.
– Pero tienes que inscribirte en Esquerra. El Frente Popular acaba de ganar las elecciones y están al frente de la Generalitat. Necesitan gente como tú. Tengo un contacto y ya le hablé de ti.
El entusiasmo inicial desapareció cuando Teodoro entendió que sería el Médico del Pueblo de Sant Celoni, un pueblo gris en la frontera entre Barcelona y Girona. Con cierta resignación, y ante la ausencia de alternativas, aceptó.
Teodoro intuía la fragilidad del gobierno de la Generalitat. Temía, ante todo, perder el cargo y quedar a merced de la suerte. Con el levantamiento del mes de julio, su seguridad se tambaleó. En Sant Celoni se organizó el Comité de Defensa, con los socialistas de Esquerra y los anarquistas de la CNT. El salario de la Generalitat era cada vez menor y tardaba en llegar. Desesperado, pidió dinero a Miguel Puig, lider de Esquerra en Sant Celoni. Sin embargo, la CNT cada vez tomaba mayor poder en el Comité. Teodoro decidió, entonces, cambiar su tenue lealtad política pasándose al bando de los anarquistas. Al enterarse, Miguel Puig lo enfrentó:
– Teodoro, eres un oportunista. No tienes vergüenza ni dignidad. Después de todo lo que he hecho por ti.
En su pensamiento, Teodoro asintió. Es la necesidad de salvarse, se dijo, y de cuidar de la familia. Estamos en guerra, el CNT es quien manda aquí, y Esquerra está perdida. Esto es una pesadilla. Cada quien vela por sí mismo. Sin embargo, un puñetazo de pura frustración, que dejó a Miguel en el piso, fue su única reacción.
Teodoro termina su cigarrillo. Son las nueve de la mañana del 8 de Agosto de 1936 en Sant Celoni. Sabe que en quince minutos pasará a buscarlo el camión de la CNT, a ejecutar lo inimaginable. No hay nada que hacer. Resistirse sería suicida. Nunca imaginó que la situación llegaría a estos extremos.
Dos horas más tarde, una iglesia en cenizas, y cuatro muertos. En el suelo, inertes, el odiado párroco del pueblo y tres desdichados más que nunca conoció. Teodoro se retira del grupo, que celebra ruidosamente, y vacía sus entrañas en un rincón de la calle.
III
– Este pueblo se llama Sant Celoni, Teodoro ¿Por qué preguntas?
Claro, piensa Teodoro. La imagen está viva en su memoria. Nunca olvidó lo que pasó aquel día. El peso del arrepentimiento solo lo aligeró la certeza de que lo arroparon las circunstancias. Y de que protegía a su familia.
Si hubiera tenido tiempo de reflexionar, Teodoro se diría a sí mismo que aquel instinto por sobrevivir fue lo que lo llevó a alistarse en el frente, donde, al menos, la guerra parecía más guerra. Fue esa identificación del peligro inminente lo que lo llevó a escapar a Francia cuando todo estaba perdido, y de ahí a México, cuando otra guerra asomaba su rostro.
Fue un golpe de suerte, una amnistía y la necesidad de olvido de toda España la que lo ayudó a volver.
– ¡Vámonos ya de aquí! – Fue lo único que alcanzo a decir en aquella mañana de verano de 1964.
Carlos González Iradier, nacido en Venezuela, de padres españoles, siempre ha estado con un pie en Europa y otro en América. Actualmente reside en Madrid. Participó en el concurso de cuentos de El Nacional (Venezuela), con el relato Domingo por la Tarde. Fue editor de la revista literaria Sobremesa.
This short story is part of a research project on speculative historical fiction in Ireland and Spain funded by the AHRC and the University of Plymouth.
Picture credits: Jonathan Palfrey
